jueves, 8 de septiembre de 2011

una mañana cualquiera de abril, o de marzo, o de junio

La niebla se fumaba el horizonte aquel amanecer de primavera. Salí a recoger algas con los pies descalzos, como de costumbre. El sueño se me despegaba de los ojos a medida que las olas, tímidas, se abrazaban a mis tobillos. Caía lluvia de aquella tan finita, de aquella que apenas se ve. No recuerdo cuánto tardé en ver tu patinete varado en las rocas (un patinente de esos de mar, con pedales y un pequeño tobogán en la popa). Tampoco sé del cierto si la niebla era densa o la lluvia finita, pero ¿sabes?, no importa. Sería una mañana cualquiera, como todas las mañanas de abril, o de marzo, o de junio. Lo especial era que estabas allí, y era tu presencia la que hacía que las nubes se fumasen el cielo y el mar desprendiese morriña. Apareciste así, de repente. Tu cuerpo inerte sobre la arena despertaba tranquilidad, tanta tranquilidad que te acosté en mi cama casi sin despertarte. Y allí dormimos todas las noches hasta hoy. Aterrizaste en Mar de lluvia como quien aterriza en Plutón, y pronto te acostumbraste a la rutina de salir a recoger algas cada amanecer y a este reloj que se salta las horas cuando tiene prisa y cuenta los segundos a cámara lenta cuando siente la necesidad de pararse a respirar.

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