domingo, 3 de marzo de 2013

frágil

Cuando se tumbó a mi lado para dormir la siesta -el cielo azul entrando por los ojos hasta la médula-, la sentí tan cerca que pensé que me estaba enamorando. Me entró un miedo desproporcionado y quise huir, pero fui incapaz de moverme. Tiempo más tarde descubrí que lo que me atraía no era su cuerpo sino su dolor, todo el dolor que llevaba dentro y que me impulsaba a abrazarla, a envolverla con papel de burbujitas para que ningún golpe la acabase de resquebrajar. 

2 comentarios:

  1. ¿Y cuando ya no le duela nada, qué?

    ResponderEliminar
  2. Pues a seguir queriendo. No se quiere por el dolor, es sólo que cuando está de por medio parece que se hace más patente ese querer, invisible tras la rutina.

    ResponderEliminar