Hacía mucho frío cuando ha sonado el despertador
y me he quedado un rato más de la cuenta debajo del edredón. Cuando he bajado a
la cocina, la abuela ya me estaba esperando sentada en la mesa para desayunar.
He preparado una cafetera y hemos comido pan con aceite escuchando la radio
(Gallardón hablando sobre el aborto de buena mañana da para muchas horas de mal
humor). Últimamente pienso demasiado a menudo en el día que deje de
existir todo esto y se me entorpece la respiración. He dejado caer tres gotitas de Rescue bajo la lengua antes de salir a la
calle. Se me clava el frío en las mejillas y no quiero decidir hacia dónde ir.
Solo me apetece tomarme el segundo café del día mirando el mar, y el tercero
con alguien que sepa entender, con solo mirarme, todo lo que no tengo ganas de
explicar. Pero me conformaré leyendo el periódico y escuchando canciones que
inyecten vida en las venas. Recorto con impulsos nerviosos las sonrisas de
estos últimos días y las guardo en cualquier lugar, en el cajón de las bragas,
entre las páginas de los libros, dentro de los zapatos. Alegría caótica
desparramada por todas partes. Quizás sirvan para algún collage, aunque ya va
siendo hora de que entienda que, por mucho empeño que ponga, las ilusiones ajenas
no las puedo reanimar.
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