miércoles, 18 de septiembre de 2013

Segur que no

L'altre dia van preguntar-me si només sabia escriure coses tristes i em va sortir de les entranyes un no desesperat. No, no. No?

Y de inmediato, tras pronunciarlo No–, la duda y el vértigo me llenaron la boca de alquitrán. No, no. Que no se haga rutina el dolor, que no arrele como un quiste la pena. Yo también sabía escribir de ilusiones y de sueños y de sonrisas rojas como cerezas. Y empecé a rebuscar textos del tiempo de los deseos, de cuando me comía los vacíos con vocación de kamikaze sin necesidad de cartografías. Busqué por todos los cajones palabras-girasol para asegurarme de que sabía, de que yo también sabía escribir ilusiones y alegrías y labios con luz de faro. Pero las palabras llenas de polvo no sirven para desenquistar inviernos de acero. El único modo de gritar ese No tan sentido, de hacerlo real con su N y su O, es volver a conjugar el presente de los cometas, aquel jo somio un estel i somric mentre somio.

Així que torno a encendre la foguera de Sant Joan per cremar tots els malsons. I serro els barrots de les presons del desfici i somio. Un estel, un café, un far, un desig. Somio els seus ulls en un pis nou ple de llum. I m'omplo els pulmons respirant els somriures de l'àvia, les mans de l'amor, la brisa del mar i l'olor de tardor que desprèn el carrer quan es desfà la tempesta.  

jueves, 12 de septiembre de 2013

y más lluvia

Se escurren los días de agosto por la boca de la alcantarilla, se deslizan entre las rendijas como colillas mojadas para perderse en los subterráneos de la ciudad. Miro hacia el cielo y las gotas de lluvia parecen alfileres, pedacitos de alambre cortando el aire. Pero solo es agua que resbala por las mejillas y destiñe el poco moreno que se pegó al cuerpo los primeros días de calor, cuando aún era tiempo de soñar que podían cumplirse las mejores promesas. Vuelve a llover y se aleja por los desagües este extraño verano sin mar, las hojas secas del calendario y las cervezas que se quedaron esperando en la barra del bar, mientras se nos llagaba la piel con el peso muerto de las horas perdidas. Todo se escapa río abajo menos el recuerdo, el desapacible recuerdo de aquello que no quiero recordar. Resiste a la corriente y se queda agarrado a las rejas de las cloacas por más que salte sobre sus manos y le pisotee con rabia los dedos. Las ratas de la conciencia roen el dolor con lentitud exasperante. Oigo cómo chirrían sus dientes despedazando la pena y me doy cuenta de que no valdrán treguas hasta que no terminen con su manjar, como tampoco valdrá de nada aplastar los nudillos de la memoria ni conjurar olvidos superficiales. Solo esperar. Contar hasta diez mirando el cielo, dos, tres, cinco y medio, seis. Contar y rezar como un mantra el rosario de los mejores momentos, repasar con los dedos las cenas de sushi y vino, la noche que acabamos en el mar, las postales en el buzón y alguna que otra tarde en la heladería con el monótono ruido de las batidoras de fondo (a pesar de que les tenga un odio tenaz, empiezo a sospechar que tienen la extraña virtud de hacer añicos las tristezas, de triturarlas en mil pedazos para que sea más fácil respirar). Recorrer cada sonrisa para que se grabe en la memoria, risas y miradas que diluyan el poso de lo que no merece la pena recordar. Y entretanto, seguir invocando tormentas que drenen las heridas, agua que limpie la sangre seca y prepare la tierra para sembrar nuevas primaveras.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Copenhague

Y por qué no, quizás un día me sacuda las manos de polvo para que vuelvan a salir los nocturnos de las yemas de los dedos. Siempre que llueve me acuerdo del piano. También de aquella canción de Vetusta que suena de fondo cada vez que crecen los inviernos en los pulmones. Hoy he salido del coche como si la tormenta no fuese a mojarme, quería acercarme al mar y pisar la arena, pero de repente ha apretado tanto la lluvia que he tenido que volver atrás. Al cerrar la puerta y oír el agua retumbar contra el parabrisas me he dado cuenta de que hubiese preferido quedarme afuera, seguir caminando hasta la orilla y dejar que las olas me mordiesen los tobillos. Me he encendido un cigarro y me he fumado la ilusión de estar allí, al otro lado de los cristales, sintiendo la vida palpitando en la boca, pero lo que he sentido mientras echaba el humo por la nariz era la ropa empapada pegándose al cuerpo. Y entonces me ha venido a la cabeza Macondo y todos aquellos billetes de avión a Copenhague que nunca compré, y venía con la lluvia la canción, ella duerme tras en vendaval, no se quitó la ropa, sueña con despertar en otro tiempo y en otra ciudad. He abierto la ventanilla para dejar salir el humo y escupir la rabia de haber vuelto a meterme en el coche, la resignación de haber perdido la destreza para interpretar a Chopin y de no estar en la arena y de no haber pisado jamás Dinamarca. ¿Dónde estará la frontera entre siempre y jamás? He arrancado el motor sin pensarlo. Quizás otro día sepa quedarme sola bajo la tormenta. Quizás no, seguro.