lunes, 20 de enero de 2014

guía de supervivencia

Morir. Lo pronunciaba sin miedo, como quien dice comer o saltar, pero era morir, con todas sus letras. Lo dejaba caer tan tranquila, mientras mojaba la ensaimada en el café o hacíamos cola en la pescadería para que nos limpiasen los boquerones. “Ahora, cuando me muera, no te olvides de que quedan más ricos si los rebozas con maicena que con harina normal”. Lo decía de tal manera que por un momento me hacía dudar si era más trascendente el boquerón que su existencia. Cuando asimilaba lo que acababa de oír me flojeaban las rodillas y tenía que buscar amarres para mantenerme derecha. A ella no le temblaba la voz. Morir, sin más. Dejar de existir. “Y me quemáis, que no quiero que nadie tenga que venir al cementerio por pena.” Quería desaparecer, y yo me lo repetía por dentro para acostumbrarme –morir–, para que no doliese como un disparo cuando salía de su boca –morir, morir, morir–. Pero morir es una palabra densa, un verbo de acero cargado con la metralla de la incomprensión. Nos han enseñado a que duela y a que pese y a que asuste, pero a ella no le intimidaba, “pronto me iré”, decía, y me iba enseñando a planchar las mangas de la camisa, a escoger alcachofas tiernas, a desatascar el váter con salfumán. 

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