martes, 8 de abril de 2014

murciélagos

Intentaba abrir la puerta de casa pero no encontraba las llaves. Y en la oscuridad de la noche han venido a mí todos los fantasmas, los murciélagos viscosos de la pena, de la culpa y del dolor. Los he visto subir desde el fondo de la calle negra, venían deprisa y no he sabido salir corriendo. No sé, me he quedado inmóvil. Tenía miedo pero no podía correr. En vez de eso, he abierto la boca para que me entrase el huracán dentro, como si una fuerza imbatible me obligase a claudicar. Y así, casi sin querer, he vuelto a sentir sobre la piel todas las patadas, todos los morados de aquellos golpes que me cayeron encima aunque no eran míos. No, no eran míos. Llegaron a mi cuerpo por error, porque fui el blanco fácil de una rabia ajena. Y quizás por eso los acepté, porque quise creer que no me pertenecían. Uno detrás de otro -golpe, grito, golpe-, y otra vez las manos en la cabeza, en la oscuridad de la noche, cuerpo a tierra sobre el asfalto helado. Que se fuese a ver el mar, le dije después de todo. Me salió la voz del rincón más remoto de las entrañas y pronuncié mar. Mar. Lo mandé a la playa inconscientemente. Para que se limpiase la conciencia, supongo. Me salió por la boca sin querer: Mar, mar. Y ahora lo vuelvo a decir flojito como un conjuro. Por un momento se calla el batir de alas de los asquerosos murciélagos y siento el murmullo de la palabra recorrerme las venas. Esta vez cierro los labios para retenerla en mí. Que se me quede el salitre en la sangre para restañar las heridas viejas. Me he quedado encogida en el umbral de la puerta, mirando cómo se desvanecían los fantasmas y se calmaba el huracán del recuerdo. No sé si consiste en eso el perdonar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario