miércoles, 9 de julio de 2014

verde pistacho

...y, sin embargo, no podía gritarle que me salvara. ¿Entonces? Yo sólo sabía que no puede nombrarse lo que no existe. Y nada existía: sólo una certeza resbaladiza como un caracol, un aceite que se escapaba entre los dedos y dejaba manchas.
La buena letra. Rafael Chirbes

Una mano fría me aprieta la garganta y no me deja respirar la vida.
El libro del desasosiego. Fernando Pessoa

Me han despertado las sacudidas del universo. Algo debe de estar pasando para que gruñan con tanta rabia los dioses y no deje de soplar este viento raro. No había luz y me he metido en la ducha a oscuras. Me he mirado la silueta de los pies desnudos y he cerrado los ojos para imaginarme debajo de la tormenta. Llevo días intentando prepararme para cuando vuelvan los cuchillos. Porque volverán, igual que se vuelve siempre al escenario del crimen. El mío, mi crimen particular, es verde. Verde pistacho, como el verde de los armarios de la habitación que dejó de ser refugio para volverse pozo. Creía haberlo olvidado pero es mentira. Para qué gastar más tiempo en engañarse: desde el preciso instante en que sentí el crujir de los huesos, supe que aquella brecha no se podría reparar, que era una herida invisible pero imborrable. Aunque preferí no confesar. Pensé que, quizás, si no puede nombrarse lo que no existe, no nombrar lo que había pasado podía ser una buena estrategia para hacerlo desaparecer. No tuve en cuenta que un secreto es un cadáver. Y que llegaría un día en que me faltarían fuerzas para arrastrar al muerto. Un pedacito de mí se quedó encallado en ese momento. Y ahora, después de los años, empiezo a acordarme del verde pistacho cuando preparo el café. Verde pistacho en el baño, verde pistacho en la cama, verde pistacho en cada rincón de casa. Verde el viento que se agarra a la garganta como esa mano fría que no deja respirar la vida. Supongo que por eso el cuerpo me pide los abrazos de la lluvia y el no-color de la oscuridad.

lunes, 7 de julio de 2014

intemperie



Empieza a clarear por el retrovisor. Enfrente, la carretera y la noche. Acelerar a conciencia para llegar a casa antes de que salga el sol. Suenan -y sueñan- los Pixies también a conciencia, las ventanas abiertas, el viento que no se cansa nunca de rabiar. Qué mejor momento para abrirse el pecho en canal y dejar que chirríen todos los gritos que llevas dentro, ahora que no hay nadie, que nadie te oye; para soltar la manada de Orlandos y que se rompan la voz contra los barrotes de la jaula, contra el ruido del mundo. Eh, dime, ¿quién crees que soy? ¿qué esperas de mí? Todo es muy raro, pero no pares. Acelera un poco más, que así parece que no vaya a terminarse jamás ni la canción ni la noche. Debe de ser esto la intemperie: sentir el viento, la rabia, los gritos, respirar y soñar, el deseo, la lluvia, el tiempo. La soledad, en un instante eterno, conduciendo a la deriva sin nada escrito en los zapatos.