Has revuelto todo el armario y
todos los cajones. El ritual de no-sé-qué-diablos-ponerme/nada-me-queda-bien.
Cuando has terminado de desordenar todo lo desordenable de la habitación, has
recurrido al cuarto de la lavadora. Buscabas ropa para intentar vestirte un
poco distinto, hoy que es navidad, y entre la colada limpia has encontrado una de
las camisas de la abuela. De repente el mundo se ha parado en seco, sin avisar.
La sacudida del cuerpo te ha dejado un momento sin aire. La has vuelto a ver justo ahí,
frente a ti, la abuela con su camisa blanca moteada de flores rojas sonriéndote
a través de sus ojos grises llenos de calma. Y hasta la has oído decir “què
guapa t’has posat, nena, és nova aquesta faldilla?”, las palabras de siempre,
siempre ese “et queden tan bé aquestes arracades i els ulls pintats, no entenc
per què no t’arregles més sovint”. El escalofrío te ha recorrido la espalda
entera. Las mandíbulas tensas, otra vez. Hace casi un mes que no está, pero es
tan jodidamente difícil acostumbrarse a la ausencia. A que las cosas se queden
cuando las personas se van. La camisa, las gafas, las sopas de letras. El
recuerdo. Llorar un poquito y seguir buscando como si nada algo que te sirva para ponerte
guapa, aunque tengas unas ojeras de campeonato y nadie vaya a echarte sus
piropos. Cerrar los ojos y recordarla en uno de aquellos ataques de risa que os entraban
discutiendo si los lenguados nadan planos o de lado y aferrarte a esa imagen
para que el aire retome el camino hacia los pulmones. Vivir por un momento ese recuerdo, y que el llorar mute inevitablemente a sonrisa.
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