lunes, 28 de diciembre de 2015

la navidad o los lenguados

Has revuelto todo el armario y todos los cajones. El ritual de no-sé-qué-diablos-ponerme/nada-me-queda-bien. Cuando has terminado de desordenar todo lo desordenable de la habitación, has recurrido al cuarto de la lavadora. Buscabas ropa para intentar vestirte un poco distinto, hoy que es navidad, y entre la colada limpia has encontrado una de las camisas de la abuela. De repente el mundo se ha parado en seco, sin avisar. La sacudida del cuerpo te ha dejado un momento sin aire. La has vuelto a ver justo ahí, frente a ti, la abuela con su camisa blanca moteada de flores rojas sonriéndote a través de sus ojos grises llenos de calma. Y hasta la has oído decir “què guapa t’has posat, nena, és nova aquesta faldilla?”, las palabras de siempre, siempre ese “et queden tan bé aquestes arracades i els ulls pintats, no entenc per què no t’arregles més sovint”. El escalofrío te ha recorrido la espalda entera. Las mandíbulas tensas, otra vez. Hace casi un mes que no está, pero es tan jodidamente difícil acostumbrarse a la ausencia. A que las cosas se queden cuando las personas se van. La camisa, las gafas, las sopas de letras. El recuerdo. Llorar un poquito y seguir buscando como si nada algo que te sirva para ponerte guapa, aunque tengas unas ojeras de campeonato y nadie vaya a echarte sus piropos. Cerrar los ojos y recordarla en uno de aquellos ataques de risa que os entraban discutiendo si los lenguados nadan planos o de lado y aferrarte a esa imagen para que el aire retome el camino hacia los pulmones. Vivir por un momento ese recuerdo, y que el llorar mute inevitablemente a sonrisa.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

limpieza

Tan sols ser un trosset
de mar és el que voldríem
o una gota de pluja.
Montserrat Abelló, «Estels sense il·lusions»

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Wislawa Szymborska, «Fin y principio»


Y sí, después de la guerra siempre tiene que haber alguien que limpie el campo de batalla. Alguien que se deshaga del muerto, que borre la sangre, que barra los restos. Alguien que vende la herida. Pero quién va a ordenar el desastre de mi cuerpo, si yo sólo quiero dormirme lluvia y despertarme mañana mar. 

martes, 8 de diciembre de 2015

mármol


Esta mañana ha venido el marmolista a casa para elegir la lápida de la abuela. Era un hombre simpático, traía el catálogo y la calculadora debajo del brazo. Mamá lo ha hecho sentarse en la mesa del comedor y la he dejado sola con él. Con los pelos de recién levantada y la resaca de anoche no me sentía muy capaz de opinar. Me he puesto a desayunar en el rincón de la cocina que siempre es refugio y al segundo o tercer sorbo de café ha llegado en torrente el caudal de recuerdos. Oía sin oír la conversación de mamá con el señor y de repente me he acordado de la abuela en el sofá de flores haciendo sopas de letras ‒¿querrán el nombre entero del difunto o sólo los apellidos de la familia?‒, la abuela con los rulos leyendo el Pronto ‒¿el color del mármol?‒, la abuela bajando la cuesta que llevaba a la plaza ‒el blanc és bonic, no trobes, filla?‒, la abuela comprando cruasanes a escondidas, no li diguis a ta mare, nena, total, si morir-nos ens hem de morir igual, la abuela con el delantal de cuadros cortando pan duro sobre la encimera ‒blanco con una cruz, sí, con una cruz pero sencillo, sin floripondios‒, la abuela enfilando la calle del cementerio con el limpiacristales en el bolso y algunos trapos para limpiar la tumba del abuelo José ‒¿el nombre de la mujer?, es muy importante que esté bien escrito, l’accent va obert, oi filla?‒, la abuela por todas partes estos días que ya no está. Dijo que no se moriría hasta ser bisabuela y le faltó un día, unas cuantas horas para conocer a esta niña de agua que han traído las olas del mar. La muerte y la vida mordiéndose la cola. Todo es tan raro… Una lápida bonita pero sencilla, los ojos chiquitos que se abren por primera vez a la luz. Y yo en este rincón, intentando asimilar que el blanco y el negro son la cara y la cruz de una misma moneda, entre sorbo y sorbo de un café que no sé ni si me apetece, el todo y la nada ‒t’agrada aquesta làpida?‒, un café que me tomo por tomar, por eso de que somos animales de costumbres, que se diluye en la boca con el sabor de las tostadas con aceite y sal ‒la abuela comiendo pa amb oli con un trapo de cocina en la falda‒ y que baja luego por la garganta mezclándose con todo esto que me corre por dentro, el vacío de la ausencia, los trocitos de palabras que no sé decir, la alegría infinita de una vida nueva que empieza, la tristeza que me tuerce las sonrisas sin querer, la inseguridad, el no saber qué hacer ni adónde ir, las ganas de estar bien pero a la vez tanto cansancio… Y la voz de mamá de fondo, titubeando, nerviosa ‒estàs aquí, filla?, la voz de mamá pidiéndome opinión ahora que tengo tan torpes los sentidos. És maco el marbre blanc, eh que sí? Mármol blanco para grabar su nombre, sí, está bien escrito, el nombre y la fecha, sí, mamá buscándome la mirada mientras los dedos del hombre simpático hacen números en la calculadora para redondear ‒como si lo tuviese‒ el precio del recuerdo.  

viernes, 4 de diciembre de 2015

vivir

Elegir el mar para ahogar los ojos y apaciguar la ansiedad de querer algún vértigo que no deje sentir el escocer de la herida. El mar, para que su fuerza eche abajo el muro del miedo a romperme. Dejar que me acune, que me trague su vaivén. Y allí al fondo gritar todo lo que duele. Llorar, pero llorar bonito. Porque la mujer faro que nos enseñó a querer siempre la vida no se merece una sola mancha de pena. Llorar bonito y salir a flote. Vivir -el mejor homenaje, la mejor despedida-.