viernes, 4 de marzo de 2016

qué raro es todo

Que por qué la memoria ‒esta memoria‒. Por qué recordar la ambulancia y el taladro de su sirena. Las máquinas del hospital, bip-bip, bip-bip, los pitidos intransigentes que nunca dan tregua. Por qué este recuerdo mezclado con gritos y golpes y a la vez el recuerdo del mar, de las flores de madreselva en la oreja o de aquellos paseos por el interminable rompeolas que ya no existe. Por qué la ansiedad y la pena si no las quiero, no las quiero, no las quiero, no las quiero. Si no las quiero, ¿por qué vienen? Ayer estuve a punto de llamarte a las mil para contarte que estoy cansada, que no puedo más, que estoy harta de este invierno sin invierno y de esta pequeña lucha diaria contra las tristezas cotidianas que no sé en qué momento dejé que se instalaran en mí ‒en un imán de nevera, en un sueño mal soñado, en tanta mierda escondida debajo de la alfombra para hacer ver que no está‒. Quise llamarte pero me dije que era mejor hacerme la fuerte, no mostrarte mis miedos de animal herido y desnortado en medio del bosque. Me niego a que seas norte y me veas débil. No. Nunca quise ser niña de cristal y no quiero volverme vidrio ahora. Aunque ser de piedra se me está dando fatal. ¿Sabes? Oigo su voz a veces, no sé qué dice, pero la oigo. Habla pausada, tranquila. Por momentos parece que la oigo nítidamente pero no puedo distinguir lo que dice. Sonríe y me habla, y me rompe oírla pero también me calma. Qué raro es todo. Ojalá cerrar los ojos y aparecer en junio. O volver a noviembre y recordarle mil veces más que la quería, que la quise, que la quiero. Que era sol y faro y que a su recuerdo sí me aferro. Al suyo sí, porque no trae ni pena, ni ansiedad, ni repugnancia, ni contradicciones. Sólo paz y cierta nostalgia: el poso inevitable que deja la ausencia de alguien capaz de inspirar amor incondicional.