domingo, 31 de enero de 2016

milagros

Debe de ser algo así como un milagro subir al coche a las tantas, de vuelta a casa, y que en aquella radio en la que nunca suenan temas en catalán ‒y menos enteros‒ esté sonando aquella versión remota, cantada por aquella cantante medio desconocida, de aquella canción ya olvidada que siempre que oigo me resuena por dentro diciéndome tanto. Milagro también que mientras conduzco y la escucho ‒casi sin podérmelo creer‒ aparezca entre los pinos una luna inmensa y naranja y preciosa recostada como un gajo sobre el mar. La susurro como un mantra entre calada y calada, canción-consuelo, canción-refugio, mirando la luna y pensando en la noche, en los sueños, en el echar de menos y en los pequeños milagros inesperados que quizás no sé del todo apreciar porque una lógica absurda me hace creer que su existencia, su tener lugar, no da opción a que sucedan los milagros que sí ‒que tanto‒ espero: un simple mensaje de “tengo ganas de verte” o “yo también siento” ‒o “lo siento”, a estas alturas, ya qué más da‒. Quería lluvia y quería contigo y en lugar de eso tengo esta luna y esta canción. Dijo el hombre del tiempo que hace casi noventa días que no cae una gota. Habrá que resignarse a lo que hay. Tararear este pequeño milagro y conformarse con esto. Conformarse, con lo mal que se me da. Aunque puede que sea mucho más productivo que seguir inventándome conjuros para que se alineen los planetas en favor de mi deseo. 

miércoles, 13 de enero de 2016

manadas de bisontes

Acababa de caer el sol y en el cielo rojofucsianaranjado -y tantos matices más- las bandadas de nubes parecían elefantes pastando sobre el horizonte, bisontes emigrando hacia lo que quiera que haya al otro lado de esa línea infinita. No te lo creerás pero no miento. El mar tenía la tarde rebelde y soplaba tanto viento que casi no me tenía en pie. Durante unos segundos tuve la tentación de seguirlos, de ponerme piedras en los bolsillos y empezar a caminar a contracorriente para unirme a su manada. Luego pensé que el agua estaría helada y que con la poca fuerza que me queda no sería capaz de dar ni tres pasos antes de que las olas me escupiesen otra vez a la orilla, así que me quedé quieta mirándolos y encendí un cigarro. Me parecía un momento demasiado increíble para estarlo viviendo sola. Supongo que por eso creí, por unos instantes, en la posibilidad real de vivir del ojalá. Del ojalá que surja algún sueño que empezar a perseguir. Del ojalá un trabajo con un sueldo medio digno. Del ojalá una casa que sea nido y no grieta. Del ojalá tú, ojalá que vengas y ojalá besarte y ojalá sentir el aleteo de las luciérnagas. Ojalá el no-dolor y la no-tristeza. Sobre mi cabeza iban creciendo jirones de serpientes moradas mientras el cielo se apagaba y te aseguro que allí plantada, mirando el mar y los bisontes desdibujándose en la distancia, me sentí capaz de construirme un esqueleto de pronombres que sustituyan todo lo que no está -un lugar, un tú, un norte, un deseo-, un andamio de humo que me sostenga para poder dar un pequeño paso que llene de algo el vacío. Pero al cerrarse la noche volvió la ansiedad de la nada y no me quedó otra que meterme en el coche con el frío a cuestas y seguir conduciendo sin aire y sin ganas hacia ninguna parte.

domingo, 10 de enero de 2016

algo que vuela

Tener un corazón que late y un cuerpo que siente. Y ser eso, no más que eso, sentido y latir en el tiempo. O algo así, yo qué sé. Haría un poema pero los versos no son lo mío, aunque se me escapen las nostalgias por los descosidos de la piel y hacia dentro echen raíces los inviernos. La ausencia, el vacío: un pozo inmenso dentro del pecho con las paredes resbaladizas llenas de moho. Y el corazón que late y las heridas que sangran y la vida que sigue mientras alguno de mis yoes remotos pide sin pedir abrazos que calmen el frío, la sangre, la ausencia, que domestiquen la manada de latidos que tropieza sin rumbo en la caverna oscura de mi interior. Retumba el eco de la respiración en este muro circular que tiene de ventana allá lo lejos el cielo. No estaría mal salir, pero cómo. Cuál es la cuerda que me tengo que imaginar para trepar hasta el final. Llegar a ese azul lejano y volver a ser cometa: corazón que late, cuerpo que siente, pero también algo que vuela. Supongo que en algún lugar de mí deben de estar escondidos el impulso y las alas, aunque sea casi imposible encontrarlos a tientas desde el fondo del agujero. Por algo se empieza, supongo: palpándome las entrañas me ha parecido encontrar la pequeña ilusión de soñar.